Llallagua no era solo calles de tierra y cerros que nos vigilaban desde lo alto; era también historia cruda, cicatrices abiertas, relatos que se contaban entre susurros. Fue ahí donde escuché por primera vez sobre la Masacre de María Barzola, ocurrida el 19 de junio de 1965, cuando la represión cayó sobre una marcha obrera y una mujer minera, madre de familia, cayó bajo las balas del ejército, convirtiéndose en símbolo de dignidad obrera.
Después supe del horror de la Masacre de San Juan, en la madrugada del 24 de junio de 1967, cuando los soldados ingresaron a Siglo XX y Catavi mientras los trabajadores dormían. Dispararon sin piedad, sembrando muerte y miedo. Ese episodio quedó grabado en la conciencia colectiva del pueblo minero como una de las represiones más crueles en la historia boliviana.
Y luego, me tocó vivir la llamada Masacre de Navidad, entre el 19 y el 21 de diciembre de 1996, en las minas de Amayapampa y Capasirca. En Llallagua, la tensión por la privatización y el ingreso de empresas transnacionales derivó en una brutal intervención militar ordenada por el Goni (Gonzalo Sánchez de Lozada). Once personas murieron: mineros, una enfermera, un adolescente de apenas 14 años, y varios dirigentes, entre ellos el ejecutivo de la FUL, Galo Luna, a quien conocía. Muchos de ellos solo intentaban defender su fuente de vida y su dignidad. Llallagua fue, otra vez, epicentro de dolor y lucha.
Caminando y jugando por las calles del pueblo, recuerdo que en aquellas épocas se veían grafitis en las paredes que decían: “Soldado, no mates a tu pueblo”. Un llamado desesperado al corazón de los uniformados, para que recordaran que disparaban contra su propia gente. En las calles, no era raro ver a los docentes y estudiantes de la Universidad Obrera levantando banderas, bloqueando caminos, intentando frenar la invasión del Ejército a una población que ya había sufrido demasiado.
Hoy, tantos años después, quienes quedaron, quienes aún pueden, salieron otra vez a las calles. Pero esta vez no con temor ni con piedras en la mano, sino con lágrimas en los ojos y esperanza en el pecho. Recibieron a las fuerzas combinadas del Ejército y la Policía con aplausos, como si fueran salvadores. Era otra escena, otro contexto… pero el mismo pueblo. Un pueblo cansado de la violencia, aferrado a la esperanza de volver a vivir en paz.
Esa imagen me conmovió. Me removió todo. Pensé en mi padre, en mis compañeros de aula, en aquellos días en que corría por las calles sin entender del todo la gravedad de lo que vivía mi gente. Hoy, con el corazón más maduro, no puedo evitar sentir esa mezcla de nostalgia, respeto y melancolía.
Llallagua es parte de mí. Es una herida y un canto. Es un recuerdo que duele y, al mismo tiempo, abraza.
¡Que viva Llallagua y su noble pueblo! ¡Que viva la Universidad Nacional Siglo XX!!!
Por: Emilio Huascar Castillo Illanes
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