Homero Carvalho Oliva
“Tu casa puede reemplazar el mundo; pero el mundo a tu casa jamás.” Anónimo
Mi querida Anita Ortuño me envió una fotografía de la casa en la que viví, en la calle Almirante Grau, de la ciudad de La Paz; allí, durante las décadas de los sesenta, setenta y ochenta, del siglo pasado, pasé mi infancia, adolescencia y juventud. Ahí está la casa, restaurada, aparentando no saber que el tiempo sucede, inevitablemente.
Al ver la instantánea, pese a que los colores de la puerta y las paredes cambiaron como la ciudad misma, sé que debajo de todos los matices que le han pintado están los míos, los que yo recuerdo.
Al ver la casa, vinieron a mí, como suave e imparable marea de la mar oceánica de mi existencia, las imágenes de una época feliz, en la que el mundo fue cobrando sentido desde la sonrisa de mi madre, la ausencia de mi padre, las fiestas juveniles en las que tímido evitaba bailar, las primeras borracheras de nunca acabar, hasta la acción política, que, aunque infiel es un grato recuerdo y, por supuesto, fue testigo de los golpes de Estado, tantos que ya perdí cuenta, pero la casa nos lo olvida, porque algunas balas hirieron sus muros y, adentro, ella nos protegía del terror. Esa casa también es la de la recuperación de la democracia.
La casa, esa casa, era mi mundo, el único puerto desde donde partía a conocer el cosmos y de donde la imaginación alzaba vuelo cada día. Allá, en mi cuarto, que daba a la calle, poseía algunos libros, revistas, una máquina de escribir y eso era todo lo necesario para ocultarme de la vida. Un día corté las hojas de una enciclopedia de arte y enmarqué los cuadros de pintores famosos en pequeños marcos de madera, los colgué en las paredes de mi cuarto, y, cada mañana, al despertar, imaginaba que visitaba un museo, porque creía que nunca se me permitiría conocer ninguno de los que aspiraba recorrer extasiado ¡Gracias a la Divinidad y la literatura me equivoqué!
Mi casa es femenina, una mujer y una ciudad: mi Madre, Janola Oliva y la ciudad de Nuestra Señora de La Paz de Ayacucho, ambas me criaron y me hicieron lo que ahora soy, lo malo es solamente culpa mía.
Mi casa, la de la calle empinada, de la ciudad del Illimani, habita mi piel, es mi identidad y mi alter ego, mi otredad; es la chica que pasaba por la acera de enfrente y de la que me enamoré sin remedio; la casa del antiguo barrio de San Pedro, número 657, de la calle Almirante Grau, son los amigos, con los que jugaba en el garaje, esos nombres inolvidables que guardo en mi memoria y que, cuando los nombro, se abren a la nostalgia.
Mi casa es el hogar de los sueños revolucionarios, de los compañeros de lucha que iban a comer a mi casa, después de una amanecida cantando por un mundo mejor, que para nosotros era una casa grande en la que todos comíamos juntos. En la cocina, albergue provisorio y refugio seguro para escapar del hambre, mi madre siempre tenía un almanaque con la imagen de la Virgen María, costumbre que mantiene hasta el día de hoy.
Mi casa es la memoria de un país, de una generación, es un estado de ánimo, una ilusión y muchas frustraciones; es el siglo pasado y también todos los siglos.
Hace muchas décadas que devolvimos las llaves; sin embargo, una noche, años atrás, me descubrí en su interior, me reencontré más allá de las paredes, llenando el vacío entre los muebles, los cuadros y los retratos familiares de los muros; ahí estaba yo de niño mostrándome la casa a mí mismo de adulto, desde el pasado hecho presente, visitándola, intentando no importunar a sus huéspedes, pero travieso, cambiaba lugar algunos adornos y apagaba las velas que los moradores encendían a sus santos preferidos. Jugando, como lo hacían desde siempre otros residentes anteriores a que mi familia la habitara.
A veces, cuando el cielo está limpio, salgo de la casa y miro el firmamento paceño, la Vía Láctea, imagino las constelaciones, las galaxias, las estrellas que se apagaron y que siguen brillando, exploro con la sonda espacial los anillos de Saturno y me maravillo ante tanto asterismo prodigioso; luego, vuelvo y contemplo la casa, la veo pequeña, muy pequeña, ya no es la inmensa vivienda que, de niño, abría sus puertas al infinito para que yo pudiera soñar con quien no era; sin embargo, cada vez que la miro la casa crece dentro de mí, como si estuviera embarazado de ella. Ausente/presente, esa casa vive en mí.
De mi casa, ahora lo sé, nunca me fui y ella nunca se fue de mí. Porque uno no puede irse de donde amó y fue amado; hay cosas de nosotros que se quedan en esos lugares, partículas del alma, oraciones, risas, miedos, enfermedades, cumpleaños, un orgasmo arrebatado, juramentos olvidados, enojos y satisfacciones, que se quedan por ahí, aunque pinten mil veces la casa.
Esa casa, mi casa, no era mía, mi madre trabajaba duro para pagar el alquiler; sin embargo, esa casa es mía y lo será por siempre, porque aún es el hogar que vive en mí; no sé quiénes son sus huéspedes ahora, es mejor que ellos no sepan que su casa es mía, porque mi posesión está en las palabras con las que escribo, convirtiendo las lágrimas de la evocación en la tinta de la escritura. Cada poema, cuento y novela que escribo es mi casa, es decir mi hogar y algo, alguna frase o verso, ya fue imaginado en esa casa.
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